Diagnóstico



Una de las pruebas más comunes  para determinar un trastorno de identidad paralela es el Test de pertenecía, que sirve para obtener un diagnóstico primario del padecimiento. Mediante dicho examen, el médico realiza un reconocimiento inicial que le permite identificar la manera en que el paciente se representa a sí mismo a partir de la escritura y el recuerdo.

El diagnóstico requiere mucha experiencia y sensibilidad. De ahí que deba repetirse en varias ocasiones y diversas circunstancias para que el resultado arrojado sea más claro. 

Durante el test,  los pacientes deben elegir, de entre sus recuerdos más arraigados, aquél con el que se sientan más identificados, el que más les pertenezca. Posteriormente, deberán tratar de representar dicha memoria  en una cartulina blanca por medio de la escritura simbólica. La precisión de este test es de 50 por ciento.

 
Para realizar un diagnóstico más exacto, se utiliza adicionalmente el denominado Test de identidad narrativa (INT), que analiza la eficacia de la autoconstrucción del sujeto mediante la escritura. A continuación un ejemplo:


Nacimos tres en esa ocasión; la tríada que se repetiría, ciclo tras ciclo, generación tras generación. Y allí estábamos entonces, repitiendo el ritual que habíamos aprendido de nuestras antecesoras: sonreír y mirar, vestidas con nuestros trajes de fiesta.
 
Años atrás, otras como nosotras habían hecho lo mismo: mirar y sonreír vestidas de gala, cual pequeñas novias que aguardan ese gesto, esa mirada que las recrearía.
 
Recuperar esas memorias se había convertido en parte del ritual. Era el medio por el cual nos reencontrábamos y nos reconocíamos.
 
Reflejadas allí, era fácil. Bastaba hallar un rasgo particular, quizá una forma de colocar el cuerpo y estaba dicho todo.
 
Algunas veces incluso había algo más. Algo que no resultaba tan simple de identificar, quizá un guiño imperceptible, o quizá sería simplemente aquello que la gente suele llamar aire de familia, un rasgo genético, el pedazo de uno mismo que también es parte de otro.
 
Cada uno de esos pedazos era ahora un signo, un fragmento del lenguaje con el que poco a poco aprenderíamos a comunicarnos, y quizá, algún día, a entendernos.
 
Imagino que aún no comprendíamos bien el proceso. Éramos nuevas en ese código, pero aprenderíamos pronto. Bastaba con repetir y mirar, siempre mirar.

Ocasiones como esa resultaban fundamentales. Eran el momento ideal para aprender y al mismo tiempo era casi como un juego. Vestir el disfraz y quedarse muy quieta.
 
No lo sabíamos entonces pero estábamos aprendiendo a contar nuestra historia.